Tengo vagas memorias: haciendo cola para comprar algo (¿detergente quizás?), y después helicópteros volando bajo, cuerpos tapados con papel de diario, el temor de insistir a mi madre ‘vuelve luego’… Juan Moya Morales, Ñuñoa a mucha honra, era mi universo. Y exilio, país tropical, vida nueva y diferente. Un conocido nuestro que decía: el amargo caviar del exilio.

Corte. Protestas, arrancando de los pacos y después de un tiempo largo — eterno — hubo algo de cambio. Sensación de alivio, de oportunidad, aunque después los partidos de siempre se encargaron de opacarlo. De todas maneras, el once de Septiembre era dolor propio, el día que cambió mi mundo, o mejor dicho el mundo de mis padres: yo tenía seis.

Muchos años después vino el otro once de Septiembre, ese día de los aviones de pasajeros convertidos en bombas. Y fue el nuevo día que cambió el mundo; si no eso, al menos hizo andar en avión una experiencia incómoda y llena de trabas. Perros oliendo el equipaje, guardias muestreando mi ropa por restos de explosivos, sacando la batería de los laptops, llevando botellas transparentes con menos de 100 ml de lo que sea. Medidas probablemente inútiles para proveer la ilusión de seguridad. Pero lo más importante es que me (nos) robaron el otro once de Septiembre. Si hablo con alguien, ellos me dicen ’sí, por supuesto que recuerdo las twin towers‘. Y yo, un poco desesperado, contesto ‘no, me refiero al otro once, ese tercer mundista, you know, Chile’s eleven‘. Y ellos ‘Chili?’ Y no hay caso, desapareció la fecha.

Poco a poco es como esos debates que desaparecen porque murieron todos los involucrados. Carrera versus O’Higgins. Cementerios católicos versus cementerios laicos. Todavía no sucede, pero vamos en ese camino: un día en que el lumpen siente que tiene permiso para dejar la grande. Pero, ‘¿por qué estoy quebrando vitrinas? No importa, es entretenido hacerlo’. Si nadie recuerda o sabe que algo pasó, ¿significa que nunca sucedió?