Vienes tarde otra vez, como tren de carga

Author: Luis Page 2 of 15

Futurismo

Sitting in carwash
Difícil ver lo que viene (photo: Luis).

De mención

Almorzar con doce personas más no debería ser digno de mención, no se trata de una última cena, aunque tiene la distinción de suceder en un 25 de diciembre.

No es porque sea multinacional y haya chinos, egipcios, australianos, ingleses, italianos y latinos varios, aunque bien variados los acentos y la conversación.

No es porque la comida haya sido parejamente excepcional, aunque el jamón al horno estaba muy bueno y había cuatro ensaladas excelentes.

Lo que lo hace digno de mención y excepcional en el contexto de este año de paréntesis, enfermedad y distancia es que estábamos todos ahí. En persona, sin máscaras y despreocupados de enfermarnos porque no había covid19, a los 43.5 grados de latitud sur en Christchurch, isla sur de Nueva Zelanda.

Aunque usted no lo crea

La mayoría de las películas de zombies empiezan con una premisa simple, ya sea los zombies existen (pero no sabemos cómo aparecieron) o hay un evento violento. En este último caso, el cambio es abrupto con un antes y un después clarísimos.

Pero este año fue diferente: un choque de trenes de carga anunciado por meses, en cámara lenta y con tomas de múltiple ángulos. Dieron una, dos, tres y aún más oportunidades, ¡pero para qué seguir recomendaciones que fueran afectar la economía! Mejor improvisar, ser batidinámico y empujar primero una ciudad y después todo un país por un pasadizo muy chico, sin lugar para todos. Y miles no cupieron.

No tenía que ser así y todavía no debe ser así. Lo sé, porque en esta realidad alternativa al otro lado del Pacífico, no sobró gente, ni hubo pasadizo muy estrecho. Y el mundo no se acabó, la economía siguió funcionando y no tuvimos películas de zombies. Hay quienes no creen que sea posible, pero sí, aunque parezca de Ripley. Un poco de empatía, un poco de esfuerzo y la magia ocurre, aunque usted no lo crea.

Emprendimientos

Se inundó la ciudad, como cada vez que llueve más de un par de gotas. Los ríos porfiados se tomaron las calles, insistiendo que sus cauces anteceden pergaminos y títulos de propiedad, concreto y gaviones. “Somos ríos y no creemos en el papel” explicaron con voz profunda e impaciente. Los márgenes de costumbre respondieron con emprendimientos, que es una manera bonita de decir pegas precarias. Ingeniería de puentes con tablas y ladrillos, ferries de triciclos o incluso viajes al apa. Lo que sea para que los transeúntes eviten por unos pocos pesos quedar embarrados cruzando la calle, trasbordando de bus a colectivo (o viceversa). Té o café con sopaipillas o arepas para entrar en calor completan el servicio. Su propina es mi sueldo, ¿le cuido el auto?, unos cuadros de papel higiénico en el baño público. Así es el empresariado de invierno en la Nueva Extremadura.

Waiting in the rain

En estos días de lluvia

En estos días de lluvia y encierro la gente discute, entre alivio y reticencia, un buen quiebre a diez años de megasequía. Peleas van y vienen si es que llueve como en una imaginada lejana infancia, y yo me transporto a Valdivia, capital de lluvias frontales eternas.

Don Redolés hablaba de “una sinceridad de panadería que me pone nostálgico y sureño”, pero ese sentimiento es mucho más intenso en una micro Valdiviana. Se raja lloviendo y los limpiaparabrisas de la máquina no funcionan. Y me angustio viendo que el chofer cada vez puede ver menos; mi mente matemática diagnostica visibilidad asintótica a cero. Parado en el pasillo no veo nada y el maldito sigue manejando, hasta que el chofer mueve—así, a mano—el limpiaparabrisas y me sobrepasa un alivio enorme. Esa única limpieza tiene que dar para un montón más de cuadras, hasta que se acuerde o llegue a un paradero.

Hay además una humedad de pecera que lo impregna todo. Es el vaho de parkas y abrigos que no se han secado bien por semanas, porque no ha parado de llover desde hace más de un mes. Y, como si fuera poco, de repente se siente ¡ping! No, que no sea. ¡Ping! Sí, es, una pulga saltando de pasajero a pasajero, buscando su próxima víctima que resulta ser… yo. Pucha, me acabo de pegar una pulga y el chofer va escuchando la radio, manejando a tacto y tengo que empujar y apretar cuerpos para tocar el timbre.

Llego a la casa a quitarme la ropa y empezar la búsqueda milimétrica hasta encontrar a la pulga. No vaya a ser que terminemos con una invasión en la casa. De fondo suenan las gotas fuertes en el techo corrugado de la casa de madera, más fuerte o más suave, pero siempre presentes, como las pulgas de las micros de Valdivia.

Una tela de cebolla

Chile es un velo, una tela de cebolla que cubre livianamente el paisaje. Es como uno de esos campos llenos de arañas australianas que viajan con sus paracaídas blancos, cubriendo absolutamente todo. Hay quienes argumentan que las instituciones con columnas jónicas y bibliotecas con leyes y decretos son una señal gloriosa de desarrollo. Bueno, eso y los notarios poniendo timbres, y firmas apuradas con lápiz pasta denotando eficiencia. ¡Hemos dominado y construido el paisaje!

Pero si uno mira con cuidado, la lámina de órden está hecha de cholguán, fonolas y pieles de gato teñidas con manchas de jaguar. La abundancia de hoyos se tapa con una mezcla de sopaipilla y chancaca untada hasta ser translúcida; o con mortadela cortada de visita, que es mucho más sabrosa (en mi humilde opinión). Si llueve mucho, o tiembla fuerte o aparece un bicho chico empiezan a relucir los hoyos.

Es de buen pobre guardar la base de la cebolla, plantarla y cosechar una nueva meses después. Así podemos tener más telas—cosidas con hilo negro y pegadas con engrudo—para cubrir los bosques de hualo, de espinos, y de ulmos. Un nuevo velo para cubrir levemente el paisaje, por lo menos hasta la próxima crisis.

Campo cubierto de telarañas en Australia.
Arañas Australianas (foto: EPA).

Esperanza de vida: una explicación de mi trabajo

A veces la gente me pregunta “¿En qué trabajas?”. Sabiendo lo que viene, les contesto “Soy profe en la U”, sin entrar en mucho detalle. La pregunta obvia que el incauto personaje puede hacer es “¿Pero qué haces en concreto?”.

Pucha, en definitiva lo que paga las cuentas es mi trabajo con números o, más preciso, con estadística. Es un secreto a voces, pero si no se han enterado, les cuento que la estadística usa un lenguaje altamente poético.

En vez de decir que produzco promedios digo valores esperados o, aún mejor, hablo de estimar esperanzas. Y tengo bondades de ajuste y al final del día pruebo Kolmogorov–Smirnov, que suena como a marca de vodka, pero no se bebe. Evalúo verosimilitudes y las multiplico por mis creencias, para acotar nuevas Esperanzas, lo que suena Bayesiano y Cortaziano al mismo tiempo. 

También dibujo harto, pero con código en vez de con lápiz y papel, para producir un puntillismo detallado, lineas del nazca medio borrachas o jorobas de camellos y dromedarios. Desde el punto de vista verbal, mi mayor herramienta son los insultos abundantes contra el computador, por su incapacidad de entender mis instrucciones imprecisas.

¿Ven? Mejor se hubieran quedado con que trabajo de profe.

P.S. Esto es parte una serie de relatos en cuarentena.

Flotilla

Un día de otoño tibio y despejado no se desperdicia a los 43 grados latitud sur—porque pasan tarde, mal y nunca—así que estábamos trabajando en el jardín.

—¡Toma! —gritó lanzando algo en una curva amplia.
—Pero… —dije estirando el brazo automáticamente para agarrar el objeto: ¡malditos reflejos!

Era duro y suave como piedra por un lado, frío y ligeramente húmedo por el otro. Un caracol, criaturas perversas con las que tengo una relación de amor-odio. Por un lado, los traidores comen las plantas, saboteando el trabajo del todo el año. Por el otro, ¿han visto una familia de caracoles en la lluvia?

La vereda cubierta con una película húmeda y resplandeciente, quebrada por las figuras de una familia de caracoles como flotilla explorando un nuevo mundo. Una nao capitana guiando decenas de nuevos caracoles.

No tuve el corazón para eliminar el caracol, que vivió para contar historias otro día más.

PS: De mi serie Minirelatos de cuarentena.

Epistolario de perros

Newton, mi quiltro picante y peleador, me cuenta que los perros tienen dos vejigas: la de interior y la de paseo.

La de interior, también llamada “de caballero”, es de poca monta y sirve para pasar la noche sin salir al patio-baño. La de paseo es tremenda, y ocupa un cuarto del volumen del perro. Permite escribir el abecedario completo en postes y árboles, componer epístolas de amor y refutar (en varios volúmenes) teologías caninas que han producido un cisma o dos.

Por eso cuando volvemos de un paseo—parte del contrato que incluye 10.000 pasos diarios—Newton consume cantidades descomunales de agua. Hay que reponer el tintero, para prepararse para mañana, que viene con más cartas, discusiones y recitadas de abecedario con emojis y todo.

Cuentan los antiguos

Cuentan los antiguos que cuando los volcanes amenazaban con lava, los terremotos quebraban huesos o los incendios consumían bosques enteros había que hacer un sacrificio. Un pequeño animal, una comida especial o un cántico rítmico apaciguaban a los dioses. El fuego retrocedía, el volcán ladraba pero no mordía y la madre tierra se relajaba con uno que otro estertor hasta alcanzar calma completa.

Pero ya no tenemos a los antiguos y los dioses modernos son de plástico con un microchip que abre las puertas a los templos del comercio. No basta una canción o un plato especial; es hora de subir la apuesta y sacrificar humanos.

(En general de los más baratos parece ser una buena idea. De cota baja, ciudadanos de a pie y buenos para el fanshop y el completo)

Cuando en el futuro hablen de los antiguos se van a referir a nosotros, preguntándose por qué transamos vidas por tarjetas de plástico.

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