De vez en cuando no logro evitar viajes por trabajo. Por supuesto que al principio eran terriblemente estimulantes: ¡me pagaban por volar! Después de unas cuantas veces pasaron a ser más que nada una inconveniencia: comidas y actividades perdidas,  mucho tiempo sentado y cabeceando medio dormido con el zumbido de los motores.

En unas pocas ocasiones estos viajes son inevitables y, gracias a un golpe de suerte, al mismo tiempo no son para tanto. Me quedo remoloneando en la cama y llega la hora de irse. Conseguí un vuelo más tarde (8:30 am) y son sólo diez minutos al aeropuerto; en serio, así de breve. No hay seguridad, no revisan el equipaje. Es cosa de caminar y subirse al avión correcto en un frío que cala los huesos y volar flotando en el cielo.

Abordando un vuelo regional en Christchurch (Foto: Luis, procesado con RNI Films, ‘Ilford Delta 100 HC’).

El regreso fue casi tan simple, con una sola escala, el mismo día. Tres vuelos en aviones ATR72, uno de ida y dos de vuelta, los tres en asiento 7A (ventana). Doce horas y de vuelta en Christchurch, con los oídos tapados, pero comiendo comida de casa.