Volví a los cuarenta y tres grados y medio latitud sur, un poco más oscuro, un poco más alegre de haber conocido a esa humanidad diferente. El ritmo de las islas tropicales es contagioso, aproveché de leer novelas, soñar universos alternativos y ver menos televisión. Comí menos y diferente, raíces, pescado y ensaladas; piña y lechosa a destajo.

Recordé paisajes antiguos, también tropicales, con árboles que salvaban del sol atormentador. Pensé en la destrucción de los manglares, la prisión de islas artificiales y de centros vacacionales de plástico. Disfruté viajes en autobús sin ventanas, llenos de colegiales de colores y religiones diferentes. Se reían como nos reíamos nosotros. Son nosotros de décadas anteriores: iguales y merecedores de las mismas oportunidades.

El nivel del agua está tan arriba: un par de metros y ya no hay casa, ni cosecha. El mar lame los bordes mientras el mundo se calienta y nos demoramos pensando en decidir lo correcto. Las islas son los primeros testigos, pero todos vamos por el mismo camino.