No soy fanático de la pelota, ni de la cueca (que me patea el hígado) y el vino con Coca Cola (sí, el nunca bien ponderado ‘jote’) causa estragos en mi digestión. Quizás es más fácil partir así, definiendo lo que no soy o no me acomoda. Definición por negación, aunque multiplicando por menos uno no da el resultado apropiado.
Entre mis obsesiones están la lectura, entender la complejidad de modelos lineales mixtos, andar en bicicleta cuando hay buen tiempo, un buen solo de guitarra (como ‘Eruption’, que escupen los audífonos en este momento), capturar imágenes y torcer tradiciones. ¿Ves? Nada muy personal; uno puede escribir miles de palabras sin mencionar el nombre de la mascota o mi café favorito.
Pero el tema de hoy es la memoria. ¿Cuánto puede uno crecer sin aceptar la memoria? Personalmente puedo negar lo que pasó (o no) pero igual ocurrió. No estoy hablando de nada en particular, sino que de X. Si X sucedió, X es parte de mi memoria. Como país ignoramos a conveniencia: matamos a los Selk’nam y pagamos por oreja; torturamos a ese tipo que camina ahí, por la vereda del frente, que insiste en que las empanadas no quedan bien con horno eléctrico; vendemos aire envenenado de Mayo a Septiembre, especialmente a los que menos tienen para pagar.
De repente hay una voz. Y nos quedamos en silencio. Una y otra vez.
¿Qué pasaría si no pudieramos olvidar? ¿Sería (in)tolerable? Entre mis obsesiones también está la memoria, o falta de ella, y cómo afecta lo que pensamos y sentimos y hacemos. El lenguaje de la memoria, el lenguaje de la negación. Noooo. ¿Cuándo? El uso del reflexivo: se cayó, se quebró, se murió. La incoherencia de la memoria selectiva.
Mea culpa. Quiero recordar. Absolve, Domine, por la falta de memoria.