Vienes tarde otra vez, como tren de carga

Category: Ambiente

Minirelato desesperado

Amanecí preocupado por el bosque esclerófilo chilensis. ¡Quién lo diría! Levantarse pensando en el maldito litre—alérgico sea tu nombre—el peumo críptico de nuestros días o el boldo que con sus aguas nos sana y confunde. ¿A quién se le ocurrió llamarlo Peumus boldus? Ah, Molina. ¡Por la chuta, qué clase de elección diabólica, poh Molina!

Bueno, la cosa es que amanecí pensando en nuestro bosque que se seca a más no poder. Milenios sobreviviendo tranquilamente y entre todos lo estamos tornando color café muerte. A ver, cabros, cabras y cabres, hay que ponerse las pilas, cortar el weveo con el agua para las paltas, las granadas o lo que sea que esté de moda plantar entre medio de nuestro tesoro esclerófilo. No podimos seguir produciendo gases de invernadero a este nivel, vesanía su señoría, no hay offset que aguante esta guachafita; me puse venezolano del puro escándalo.

Tal vez si pedimos por favor, que queremos que nuestra descendencia pueda enamorarse del bosque esclerófilo. Se ponen cartuchos con un cuadro de Monet o de Van Gogh, ¡Ay que la sopa, que el puré, que la cacha de la espada! Pagaría mil Van Goghs por mi bosque esclerófilo: hay poleras, papel confort, fotos de alta resolución de los cuadros desorejados. Nuestros árboles se van, para siempre.

Para siempre. Y seguimos con la misma guachafita.

Decarbonizando.

Vivir en la pandemia

Visitarnos, saludarnos y abrazarnos era cosa común desde siglos. Han cambiado modos e intenciones con el tiempo pero siempre el poder conversar y decir que existíamos en el lenguaje fue nuestro objetivo.

Ahora, desde que la palabra pandemia se volvió experiencia práctica y llevó de súbito nuestros libres movimientos a un encierro perpetuo, tememos al vecino, al aire, al ruido y a al vacío que hay afuera.

Fuimos obligados a cambiar nuestros modales de verbena en fiesta perpetua por modales de astronautas que orbitan a velocidades increíbles alrededor de un viejo cuerpo celeste.

Normas de higiene y horarios estrictos nos hacen recordar la debilidad de una especie que, avalada por la globalidad de sus movimientos, ya se pensaba todo poderosa.

De cajón

Nos concentramos tanto en la urbe, ese laberinto de concreto con millones de vehículos titilando como insectos, que se nos olvida lo que está detrás del cerro. Por eso subo y bajo laderas, con plantas de hojas de cuero o espinas, cuidando cada gota de agua: se les va la vida en eso.

Algún vivo de cuello y corbata tuvo la idea brillante de transar el agua “a terceros”, jugada maestra, total sucedía más allá del cerro. Camiones, glaciares, relaves y el agua se hizo poca y turbia, por allá en el cajón del río.

¿Por qué preocuparse del planeta cuándo la política colapsa? Suena raro, pero incluso cuando buscábamos perdidos y encontrábamos hornos de cal, así de peluda nuestra existencia, Nicanor nos llamaba ‘a defender los últimos cisnes de cuello negro’.

Tuvimos ecopoemas y econstitución. Cuarenta años más tarde, de cajón, todavía necesitamos a Nicanor.

* Nicanor Parra nos dejó dos años atrás. Con tanta lesera, puchas que nos están radicalizando.

Los árboles no son ajenos a batallas

Los árboles no son ajenos a batallas por espacio, entrechocando ramas y desatando guerras químicas con sus raíces. ¿El premio? Agua, luz o nutrientes para sobrevivir, dominar y reproducirse. Ha sido una guerra eterna, o por los menos de millones de años, que son varias eternidades para este humano moribundo. Pero ahora es diferente: nosotros entramos a la pelea.

No se trata de un mano a mano, rama contra brazo. La contienda es desigual y cambiamos el mundo: reemplazamos los árboles con espacios abiertos, pavimentamos, compactamos, somos mezquinos de agua y luz, hasta que esperan quietos. Se secan, se enferman, se ponen amarillos; pálidos de hojas mustias, secas, hasta llegar al desnudo total. La lenta agonía de los árboles, del bosque esclerófilo de la República, de la Capitanía General, del Wallmapu, de las tierras ancestrales antes de los primeros humanos en el cono sur.

Estamos perdiendo nuestros amados árboles, más rápidamente de lo que soñábamos.

Efecto inverso

En verdad nadie pide lo contrario:

Que al llegar el otoño comience el frío y debamos sacar las hojas de los techos.

Que llevemos a mantensión nuestros artefactos.

Que caigamos rendidos al comenzar una semana.

Que el silencio detenga  el movimiento del aire que está atrapado en nuestra pieza.

Si me preguntas, hoy prefiero los espacios imaginarios a aquellos reconstruidos.

Antes de salir de aquí

Me dijiste veo que todo está cambiando más rápido de lo previsto.

Estábamos solos en ese espacio de nuevas ideologías, dogmas y preceptos refractarios.

Giro colgado a luminarias positivistas.

No se caminar con el verbo y ni con el cálculo
no se caminar con la sintonía de lo que está pasando afuera
no se caminar bajo nubes sin un para-rayos tornasol.

Solo quedémonos en silencio durante este momento
y miremos con el agua transparenta nuestros pies en el río
y nos obliga a bajarnos de los árboles amarrados al paisaje.

Vale la pena este momento
donde el agua sigue mojando este cuadrado de ciudad
donde lo que vive moja el aire y lo transforma en tormenta conocida.

Antes de salir de aquí
me dijiste: ponle llave a nuestra puerta,
y que el aire cuide los recuerdos que todavía flota fresco.

Falta de imaginación

Hasta ahora había ignorado la discusión del proyecto hidroeléctrico Aysén: hay un número limitado de cosas a las que puedo prestar atención desde la distancia. Pero comencé a leer un artículo en El Post, escrito por Pablo Larraín, que mostraba mucha carencia de imaginación y limitación de opciones. Aquí va mi respuesta:

Estimado Pablo,

Voy a comenzar reconociendo algo simple: no me gustan la mayoría de los grupos ambientalistas. Mi razón principal es que no los considero ’suficientemente serios’ en materia técnica y con motivaciones más que nada políticas. Soy de las personas que, un par de días atrás, esbozó una sonrisa cuando el registro de Greenpeace como caridad en términos impositivos fue anulado en Nueva Zelandia por ser una organización mayoritariamente política.

Sin embargo, y por supuesto que a esta altura deberías esperar un pero, encuentro tu argumento terriblemente poco convincente. Es fácil descalificar al adversario y apelar al ridículo: ellos repiten ‘mantras’. Por otro lado, los argumentos que presentas son: necesitamos desarrollo (una canasta de trabajo, compra de libros, recitales y otras cosas más), eso implica que necesitamos más energía, por lo tanto y dado que hay solamente tres opciones implica que el proyecto es una buena idea.

No hay alternativas ’serias’ va junto a una pregunta simple ¿Quién debería proponer alternativas?. Abrí mi copia de ‘Physics for future presidents’ un libro muy entretenido escrito por el físico Richard A. Muller del Lawrence Berkeley Laboratory en California. Con información básica podemos hacer unos cálculos en una servilleta: energía solar que llega en promedio por metro cuadrado: 1 kilowatt. Digamos que una celda solar puede capturar 15 por ciento de ese valor: 150 watts. Nos cuentas que el proyecto Aysén va a producir 2750 megawatts, o sea 2.7x 10^9 watts. Si calculamos 2.7×10^9/150 obtenemos la cantidad de metros cuadrados: 1.8×10^7. Suena a un montón, pero considerando que un kilómetro cuadrado es 10^6 metros cuadrados, tenemos que necesitaríamos 1.8×10^7/10^6, o sea 18 kilómetros cuadrados de celdas solares: aproximadamente un cuadrado de 4.3 kilómetros por lado puesto en el norte de Chile. No suena imposible. Claro, habría que hacer un estudio de factibilidad, pero ese cálculo simple me tomó 5 minutos. ¿Cuán seriamente hemos evaluado las alternativas? Dada la irreversibilidad de la decisión, ¿deberíamos estar tan apurados en activar el proyecto?

Un par de años atrás me encontré con la siguiente frase en un templo en Kyoto: “No son las cosas externas las que nos restringen sino que nuestras mentes atadas a cosas que nos restringen” (mi traducción imperfecta). A veces lo que más nos falta es imaginación.

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