La historia de la astronáutica chilena tiene un antes y un después de Cosma Nahuelpán. Los ingenieros fomes de costumbre sacarán a relucir unos satélites que parecen cajita feliz, o unas antenas que explotaron en pleno ascenso al espacio. Sin embargo, nadie desde el Teniente Bello había capturado el alma nacional como Cosma. La misión Pewén hubiera chocado contra asteroides sin su destreza digna de flipper ochentero. ¿Quién arregló el hiperjet con un pinche de pelo y un tubo de neoprén? Cosma. ¿Quién germinó las primeras semillas de foye* en el espacio? Cosma. ¿Quién comunicó el logro de la misión al llegar a destino? Obviamente Cosma. Derecho de la escuela numerada de Quecherehue a heroína mundial, saltándose a los mediocres apitutados de costumbre. Cancha, tiro y lado… Cosma nos permitió creer de nuevo.
Volví a los cuarenta y tres grados y medio latitud sur, un poco más oscuro, un poco más alegre de haber conocido a esa humanidad diferente. El ritmo de las islas tropicales es contagioso, aproveché de leer novelas, soñar universos alternativos y ver menos televisión. Comí menos y diferente, raíces, pescado y ensaladas; piña y lechosa a destajo.
Recordé paisajes antiguos, también tropicales, con árboles que salvaban del sol atormentador. Pensé en la destrucción de los manglares, la prisión de islas artificiales y de centros vacacionales de plástico. Disfruté viajes en autobús sin ventanas, llenos de colegiales de colores y religiones diferentes. Se reían como nos reíamos nosotros. Son nosotros de décadas anteriores: iguales y merecedores de las mismas oportunidades.
El nivel del agua está tan arriba: un par de metros y ya no hay casa, ni cosecha. El mar lame los bordes mientras el mundo se calienta y nos demoramos pensando en decidir lo correcto. Las islas son los primeros testigos, pero todos vamos por el mismo camino.
Desaparecido por un tiempo, de viaje, sesenta mil kilómetros para
mirar el planeta desde otra perspectiva. No, si en realidad yo quería
escribir algo, pero las palabras no me salían por la punta de los dedos.
Te cuento un secreto: he estado buscando trenes. He encontrado muchos abandonados, fuera de servicio, con el óxido carcomiendo lenta—pero inexorablemente—los esqueletos de metal. He saltado de continente a continente pateando rieles entre los que crece el pasto. ¡Hay incluso casas entre los durmientes! Cómo no van a estar seguros de que los trenes ya no pasan por ahí.
Sin embargo, la semana pasada estuve en la locura ferroviaria. Un par de vuelos me llevaron de Christchurch, a Auckland y de ahí a Narita, al lado de Tokio. Después de la decepción inicial—ni Ultraman ni Godzilla estaban peleando pasando a llevar los edificios, con sus espaldas con cierre—llegaron los trenes. Claro, una variedad increíble. Si dejamos por un momento el Shinkansen de lado, tenemos trenes normales, semi expreso, expreso, muy expreso, etc. El poder entender el sistema de líneas y conexiones me va a tomar una vida. Pero anduve en esos carros confiables, que decían ‘el tren va a llegar a las 5:36′ y estaba a las 5:36. Sin vidrios quebrados, con baños limpios, lleno de japoneses.
Japoneses comunes y corrientes, y de esos teñidos de rubio y permanente. ‘Más raro que Japonés con rulos’ decían Inodoro y Mendieta. Ni tan raro en estos días… Gente cabeceando de sueño, mecidos por el tren que los llevaba de los suburbios al estómago gigante de una megápolis. Tokio, Osaka, Kioto, Sapporo, todos con trenes y subterráneos vivos a las horas más extrañas.
¡Estoy de vuelta! pero no soy el mismo. La vida se tornó confusa después de los trenes alucinantes. Quiero más arroz y sopa de desayuno, calamares completos (con cabeza, pies y cola) y un poco de vino de arroz en la noche. Y, por supuesto, quiero más trenes moviendo aquellos somnolientos hacia el centro del universo.