Desaparecido por un tiempo, de viaje, sesenta mil kilómetros para mirar el planeta desde otra perspectiva. No, si en realidad yo quería escribir algo, pero las palabras no me salían por la punta de los dedos.
Te cuento un secreto: he estado buscando trenes. He encontrado muchos abandonados, fuera de servicio, con el óxido carcomiendo lenta—pero inexorablemente—los esqueletos de metal. He saltado de continente a continente pateando rieles entre los que crece el pasto. ¡Hay incluso casas entre los durmientes! Cómo no van a estar seguros de que los trenes ya no pasan por ahí.
Sin embargo, la semana pasada estuve en la locura ferroviaria. Un par de vuelos me llevaron de Christchurch, a Auckland y de ahí a Narita, al lado de Tokio. Después de la decepción inicial—ni Ultraman ni Godzilla estaban peleando pasando a llevar los edificios, con sus espaldas con cierre—llegaron los trenes. Claro, una variedad increíble. Si dejamos por un momento el Shinkansen de lado, tenemos trenes normales, semi expreso, expreso, muy expreso, etc. El poder entender el sistema de líneas y conexiones me va a tomar una vida. Pero anduve en esos carros confiables, que decían ‘el tren va a llegar a las 5:36′ y estaba a las 5:36. Sin vidrios quebrados, con baños limpios, lleno de japoneses.
Japoneses comunes y corrientes, y de esos teñidos de rubio y permanente. ‘Más raro que Japonés con rulos’ decían Inodoro y Mendieta. Ni tan raro en estos días… Gente cabeceando de sueño, mecidos por el tren que los llevaba de los suburbios al estómago gigante de una megápolis. Tokio, Osaka, Kioto, Sapporo, todos con trenes y subterráneos vivos a las horas más extrañas.
¡Estoy de vuelta! pero no soy el mismo. La vida se tornó confusa después de los trenes alucinantes. Quiero más arroz y sopa de desayuno, calamares completos (con cabeza, pies y cola) y un poco de vino de arroz en la noche. Y, por supuesto, quiero más trenes moviendo aquellos somnolientos hacia el centro del universo.
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