Chile es un velo, una tela de cebolla que cubre livianamente el paisaje. Es como uno de esos campos llenos de arañas australianas que viajan con sus paracaídas blancos, cubriendo absolutamente todo. Hay quienes argumentan que las instituciones con columnas jónicas y bibliotecas con leyes y decretos son una señal gloriosa de desarrollo. Bueno, eso y los notarios poniendo timbres, y firmas apuradas con lápiz pasta denotando eficiencia. ¡Hemos dominado y construido el paisaje!
Pero si uno mira con cuidado, la lámina de órden está hecha de cholguán, fonolas y pieles de gato teñidas con manchas de jaguar. La abundancia de hoyos se tapa con una mezcla de sopaipilla y chancaca untada hasta ser translúcida; o con mortadela cortada de visita, que es mucho más sabrosa (en mi humilde opinión). Si llueve mucho, o tiembla fuerte o aparece un bicho chico empiezan a relucir los hoyos.
Es de buen pobre guardar la base de la cebolla, plantarla y cosechar una nueva meses después. Así podemos tener más telas—cosidas con hilo negro y pegadas con engrudo—para cubrir los bosques de hualo, de espinos, y de ulmos. Un nuevo velo para cubrir levemente el paisaje, por lo menos hasta la próxima crisis.
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