En estos días de lluvia y encierro la gente discute, entre alivio y reticencia, un buen quiebre a diez años de megasequía. Peleas van y vienen si es que llueve como en una imaginada lejana infancia, y yo me transporto a Valdivia, capital de lluvias frontales eternas.

Don Redolés hablaba de “una sinceridad de panadería que me pone nostálgico y sureño”, pero ese sentimiento es mucho más intenso en una micro Valdiviana. Se raja lloviendo y los limpiaparabrisas de la máquina no funcionan. Y me angustio viendo que el chofer cada vez puede ver menos; mi mente matemática diagnostica visibilidad asintótica a cero. Parado en el pasillo no veo nada y el maldito sigue manejando, hasta que el chofer mueve—así, a mano—el limpiaparabrisas y me sobrepasa un alivio enorme. Esa única limpieza tiene que dar para un montón más de cuadras, hasta que se acuerde o llegue a un paradero.

Hay además una humedad de pecera que lo impregna todo. Es el vaho de parkas y abrigos que no se han secado bien por semanas, porque no ha parado de llover desde hace más de un mes. Y, como si fuera poco, de repente se siente ¡ping! No, que no sea. ¡Ping! Sí, es, una pulga saltando de pasajero a pasajero, buscando su próxima víctima que resulta ser… yo. Pucha, me acabo de pegar una pulga y el chofer va escuchando la radio, manejando a tacto y tengo que empujar y apretar cuerpos para tocar el timbre.

Llego a la casa a quitarme la ropa y empezar la búsqueda milimétrica hasta encontrar a la pulga. No vaya a ser que terminemos con una invasión en la casa. De fondo suenan las gotas fuertes en el techo corrugado de la casa de madera, más fuerte o más suave, pero siempre presentes, como las pulgas de las micros de Valdivia.