Cuando chico me gustaban los mapas. Ese atlas importado que tenía detalles improbables, mostrando incluso el nombre de ese pueblo al lado de Madison, Wisconsin. O esa guía que detallaba todas las paradas entre Nueva Imperial y Traiguén, cubiertas por un bus rural solitario.
Pero la escala era inconvincente: todo comprimido y reducido como en una olla a presión. ¿Dónde estaba la magnificencia Borgesiana, el mapa 1:1 (uno a uno) que replicaba el mundo externo? Pasé años sopesando malhumorado las restricciones del papel y la imprenta y los corchetes. Hasta que apareció LIDAR*.
Instrucciones: 1. Consiga un avión. 2. Consiga un puntero láser poderoso y un cronómetro de precisión. 3. Vuele alrededor disparando el puntero láser hacia abajo, midiendo cuánto se demora en rebotar la luz de vuelta. 4. Convierta esos tiempos en distancias y produzca un mapa.
Aparecen los árboles, las casas, las zanjas, y el lugar para los asados en el fondo del patio. Aparecen el rehue sagrado, el bar clandestino de la esquina y los cactuses que montan guardia en el cerro de más allá, donde desaparecieron los compañeros en los 1970s. Aparecen los restos arqueológicos tragados por la selva, las memorias de los muertos y el basurero municipal con sus pájaros carroñeros.
Un mapa enorme hecho de luz y tiempo.
Cuando grande me gustan los mapas.
*LIght Detection And Ranging.
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