Tuve tres encuentros con la muerte:
Hoy recibí un e-mail demasiado corto como para leerlo dos veces. Carlos Urrejola había muerto. Lo conocí hace quince años y hablamos de árboles, ballenas y de los pescados que llegaban en ese momento a la playa.
El jardín y las raíces de los árboles se extendían hasta el límite de los ideales hoy imposibles.
El e-mail fue demasiado corto como para leerlo dos veces.
Raúl Alfaro tocó a mi puerta y dijo que su esposa lloraba por su padre que había muerto. La tarde estaba más oscura y al cerrar la puerta sentí esa minima distancia al silencio absoluto de dos minutos en silencio.
Imagino a Pedro Álvarez sentado a la sombra de un piñonero en alguna plaza de Recoleta. Su luz bajó por la pendiente y fijó el verde que hoy llevan los taxis en la mañana.
Nadie tocó la puerta hoy y nadie estaba para regar las crudas plantas del jardin en la vereda.
Tuvieron que pasar noventa y nueve años para recibir la noticia celular: Petronila Miranda ha muerto.
Nunca antes había visto a alguien más hermosa como ella. Tan extensa y tan color a desierto de Atacama en sus largos dedos de drenaje de cuencas.
Miles de senderos fueron pensados para sostener su historia a tres yardas de una usina humeante.
Vimos su reflejo pasear al lado de la ventana. Amarrados a sus brazos, arrodillados a su cuello lloramos hasta que destellaban luces estereoscópicas en la pequeña pieza de hospital.
Tuvieron que pasar noventa y nueve años más para recibir un telex con la notica ya pensada.
A una distancia mínima de nada, a tres distancias fuertes sobre mi espalda, sigo y sigo buscando los papeles y la lógica que me saquen de esta rara realidad.
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